23 de abril de 2011

Mariposa



Juan Carlos y yo nos vimos una noche en una tocata de la banda de unos amigos, donde intercambiamos palabras, besos, caricias y nuestros números de teléfono.


Sabía muy poco de él: que venía de Puerto Rico y andaba de paso; que su madre era chilena y su padre puertorriqueño; que sentía una profunda vinculación con Chile pese a nunca haber vivido aquí; que se ganaba la vida haciendo clases de música a niños pero que su proyecto era vivir de cantar rock melódico, tenía videos y le habían hecho reportajes, que lo que hacía era novedoso en el país del reggaetón. 

Como él era foráneo y yo local, le fui a buscar. Tomamos unas cervezas en la Plaza Brasil, luego nos besamos en el bar y en mi automóvil; el siguiente paso fue dirigirnos hacia un motel en Marín.

Juan Carlos era apenas un poco más alto que yo. Su piel era chocolate. Flaco, pero muy bien contorneado; su boca gruesa y sus cejas caídas. Yo era una mujer grande, muy blanca y bastante robusta. En algún momento nuestras carnes comenzaron a encontrarse. 


La pieza del motel tenía un espejo muy grande. Juan Carlos me sacó la ropa cadenciosamente y comenzó a chupar mi clítoris y mis rosados labios. Me volteó, mis rodillas y mis manos estaban firmemente ancladas al colchón y mis nalgas muy empinadas;  Juan Carlos tras de mí, empujando su cuerpo contra el mío.  


Al erguir la espalda y el cuello, volteé mi cabeza hacia el espejo y lo que vi me eclipsó. Un despliegue de belleza: mis blancas y robustas piernas y nalgas en contacto con el cuerpo oscuro de Juan Carlos... esa maravillosa combinación de colores me hizo hervir de placer, no sé que hay en ese encuentro de las pieles que albergan historias de pueblos antiguos, el hombre caribeño y la mujer del polo sur, unidos como animales, gozándose voluntariamente como jamás hubiese sido posible hace doscientos años atrás.

El paso siguiente fue magia pura: él jugaba con mis piernas moviéndolas en distintas direcciones, mientras entraba y salía de mí de distintas maneras, a veces con su pene, a veces su lengua, a veces con los dedos de las manos, a veces más duro, a veces más suave, a veces más largo, a veces más corto, desde distintos ángulos; mis piernas volaban sin ninguna dificultad, a veces extendidas, a veces recogidas, a veces sobre los hombros de él, a veces sobre mis mismos hombros, y durante todo ese tiempo me mantuve en un plácido clímax. Al acabar, yacíamos ambos exhaustos, -Eres muy cálida- me dijo.

Siempre he recordado esta experiencia como un regalo, un encuentro entre dos desconocidos que dieron lo mejor de sí. Lo recuerdo con alegría, placer y hasta cariño, como una persona que pasó por mi vida dejándome algo maravilloso: Aprendí a ser una mariposa leve, y recibir el regalo del pájaro polinizador en su colorida danza.  Llevo en mi memoria, flash backs de colores, aromas y sensaciones, de una de las noches más placenteras de mi vida.

Desvergonzada Carolina

No hay comentarios: